martes, 15 de febrero de 2011

Crónicas de El Bodrio Ojeroso


Grujidos, chirridos, bramidos, graznidos, mugidos, gañidos, gruñidos, silbidos, crujidos, quejidos


R/P - En mi casa, El Desierto de los Tártaros me impide confortarme con el baño y menos comer. Me paso dando vueltas por la casa, hasta que cortan la luz, sin saber cómo cuernos combatir El Mal, que sigue ululando como viento. Estoy seguro que en Mendoza nadie debe saber cómo es la naturaleza de este lugar, ni de estos huracanes. Ni de lo que significa ulular de viento, aunque el viento no ulule. No ulula porque la palabra es ridícula para describir más apropiadamente estos aullidos, gritos y rechinamientos, estos aparatosos alaridos de cementerio que encrespan el ánimo, gritándome en la cara todas las formas posibles de las vocales u, repitiéndolas, alargándolas estúpidas y esdrújulas.
Un temor irracional a quedarme dormido y ser asaltado por fantasmas que con u o sin ellas, aúllan descontrolados, me hace evitar el dormitorio, dar vueltas de perro por el comedor, de murciélago por el garaje a oscuras, de animal Lexotanodependiente por el centro de salud. Algunas de las persianas que dan al exterior, al soltarse de su enganche al muro, chocan y entrechocan con violencia, permitiendo que los remolinos  de tierra penetren como polvo sutil por cada hendija. La extrema sequedad ambiente se evidencia cuando toco objetos metálicos y saltan dolorosas chispas de estática entre mis dedos, más dolientes aún porque me traen el recuerdo de aquella única vez que con Ave...

Voy hasta el baño. Dejo correr nuevamente el agua de la lluvia buscando humectar un poco la casa, pero inútil, no hay vapor de agua posible con esta temperatura, veo mi propia imagen en el espejo. Asusto con el pelo como peluca de paja, la cara como una cartulina de mala calidad, todavía más truculenta a la luz debilucha de la vela que chisporrotea indecisa entre permanecer encendida o apagarse. Siento mi lengua dar vueltas ásperas en el paladar, buscando algo húmedo que beber. No me quiero tentar con el vino por la presión, tomo un poco de agua de la canilla, pero la escupo porque sale sucia y con olor a barro. Duda resuelta, voy hasta la heladera de la farmacia, donde tengo escondido un fresco Beaujolais maipucino, lo amerito rápidamente en un buen vaso,  me recuesto medio vestido.

No puedo dormir aunque lo desee, ninguna tarea ni lectura me adormecen, me levanto a seguir dando vueltas por la casa, tratando de no desquiciarme. En mis vueltas de mono enjaulado, miro todos los relojes para  verificar que han pasado dieciséis horas con viento desde que empezó a correr tibio la noche anterior, ocho de puerta de horno, tres desde que volvimos del pozo petrolero, casi treinta horas seguidas corriendo el viento maldito, protervo, malvado, etc., etc.
Siempre con su berrenchín crujiente se cuela sistodiastólico y violento por la puerta del fondo que da al Sur, formando ectoplasmas de los espíritus que, removidos de su lugar bajo la casa, espían burlones a ver quién es el habitante que los molesta. Los borbollones terrosos, al descubrir que soy yo quién los miro con asombro, hacen la farsa  de caerse empujándose a sí mismos, uno detrás del otro, mutantis por el foro. Yo también éso, pero camino a la heladera donde me paro, disimulo un poco, y bebo dos vasos más del vino. No va a ser suficiente.
   
     Un fondo de botella más tarde, agotado el Boujelais, ataco unas galletitas con Roquefort y Cinta de Plata de la Reserva de Mucha Emergencia Tautológica, el que guarda siempre tiene.
Como, bebo, como , bebo, veo, oigo, bebo.

El tiempo no pasa.

Sentado en una silla, aún absorto, dirijo el “spot” de la vela hacia las corporizaciones de los chifletes de materia terrosa, tangible y audible, que se siguen sucediendo en formas diversas y divergentes. Después de los vinos bebidos, no me debiera asombrar que vuelvan a erguirse en la mitad de la sala, al menos una de aquellas, perfecta forma de columna enhiesta, que se da vuelta con gracia de dama antigua a ver si el resto la sigue en cohorte.  Otra semeja el lento humo de las hojas quemadas en otoño. Otra, la humarada de cigarrillo fumado por un taita ensangrentado, y la restante, fumarola del hombre que está solo y a la espera, venga un Particulares 33 (¿!).
     El humo del cigarrillo se hermana con las columnas de polvo, cayendo todas, lentamente, sobre las baldosas. Allí se deshacerán reptando siseantes por el piso, o transmutarán en alfombra silente. Sobre ellas mis zapatos van dejando huella únicas y perfectas. Temiendo que alguna se convierta en bíblica serpiente traicionera, retorno con cuidado al utérico dormitorio, pero allí los variados y violentos ¡chafrás...!  chafrás... ¡chafrás!  de las persianas golpean exasperantes. ¿O será el Lobo Ferozoso de las FF.AA conjuntas que habiéndome descubierto el camouflage de Msié Le Docteur, soplan y soplan y soplan las actas del Proceso de Reorganización Nacional para derribarlo? Nadie me contesta peeero...

...es la medianoche exacta.  A la exacta hora de las brujas, todo movimiento, todo ruido se detiene.
Nada se siente. Me deleito pensando que hasta San Pedro, insomne, cansado de las tropelías de los demonios aullantes de la noche, les ha puesto por fin una cristiana mortaja. La calma recién llegada es chicha, de chicha y aloja. Asusta más que todo el ruiderío anterior, porque es un silencio de sepulcro vandalizado, entre el cual me muevo tratando que las suelas de mis zapatos no chirríen, preocupado por la súbita generosidad acústica. Presagio una tragedia, presiento macabridades, me atranco en pensamientos de terremotos, de guerras islámicas por la fe, de caballeros cruzados en pos del Santo Grial, cualquiera de ellos  crucificados delante de sus propias cruces.

Un pequeño ruido, ínfimo, tímido, silencieido, hace que mire fijo, aténtido hacia la puértida.

Luego a la ventánica.

Nuevamente a la puertAhhhhh ! grito yo asustándome a mí. Ningún endriago desconocido me ha hecho gritar, sólo es el ventarrón, viejo taimado, paciente esperador de mi sorpresa, espiador detrás de muros y puertas, que ha comenzado de nuevo. Es pasada medianoche y se ha vuelto frío. Así nomás. De caliente a tibio, y de tibio a helado, ¡pero no callado, maldito una, y mil veces maldecido...!
Pues bien,  modo indicativo del presente imperfecto, si tú gritáis,  yo también gritaré y sinonimiaré a los grujidos, chirridos, bramidos, graznidos y mugidos, que precederán a los gañidos, gruñidos, silbidos, crujidos y quejidos, es decir, a todo este zoológico acústico que no sólo me tiene totalmente aturdídico, sino que también me desquicia, perturba, trastorna, y altera.

Al cabo de una hora, el felónido cabrón sigue atacándome por la espalda, el frente y el costado, por tantos lados, que yo, ya no duda la cabe, ni par, por, sobre, sin, so, ni quizás. Hay una única seguridad, y es que es un monstruo bufónico y desacatado que me tiene alterado, conmocionado, sobresaltado y enloquecido, y aunque órale se ha puesto frío, igual raya los vidrios, retumba en las cuadernas, golpea sus asquerosas pezuñas sobre todo en el epitelio precordial y termina jodiéndome por el decúbito pronal.
     
Ha pasa otra hora de cinco millones de segundos. El telúrico ente mefistofélico sigue siendo un ser despreciable, un sujeto mutable, una esencia inasible, y aunque tenga forma intocable y cuerpo sibilante, es un todo enteramente repudiable, al que yo pretendo que le uácale fuchi fuchi, pero que a él ni le fu que le fa al fo, porque  me sigue haciendo sonar.
  
Ahora, en el segundo cinco millones trescientos cincuenta y siete mil, el  Futre Sábatico y tunélico se ha levantádico moléstico del poltrónico, donde repositaba tratando de leerlo, preguntándome si no me iba a ir a acostar de vez una buena y. “¿Todavía necesitás preguntarlo? ¿No lo oís al tío Bebe tocando el clarinete?... Comprenderás que con la cabeza no podía pasar nada normal, aparte de que nada de lo que pase con una cabeza sin el cuerpo correspondiente puede ser normal”.
Pero Ernéstido, arguyeo, es que aún allí, ya veo yo que allá, desde aquí nomás se ven, en las oquedades protectóricas del dormitórico, cómo se contubernian las rendíjicas para dejar pasar soplídicos que apagan la vela desnúdica. ¡¡Es demasiádico!!. Grito ¡CANEJO! exultántico y sudórico ¡Vade retro, céfiro sataniénsico! Cuidáos de mí, espantolulánticos lamentos que con o sin cabezas de Futre, sin héroes y con tumbas festejáis  en las persianas. Yo ya no me resignaré más. ¡Ah, no!. Aceptaré el combate. Que sea cuerpo a cuerpo, y a muerte pelearé contra el avernoso vendaval, leyendo a los gritos adonde caigo mi dedo en la biblia de las paulinas pero cae nada menos que en el “Apocalipsis 5:1 Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. 5:2 Y vi a un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? 5:3 Y ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aun mirarlo. 5:4 Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo”.
 
   Peor resulta la cita u mucho menos mi fe, pues a más grita yo citando conjuros bíblicos, más fuerte rechifla el céfiro. Hasta la cama se queja ya, con mis delirantes sacudidas y ataques a puro cachetones de libro. El pensar que si algún vecino pudiera espiar por la ventana creería que estoy poseído, y sino poseído, al menos desquiciado, hace que me aferre más fuertemente al exorcismo cuanto menos funciona. Me levanto feroz parapetado en mi bata de cosaco Iván el Terrible,  apagada en mi boca y apretada por los dientes de Holmes, la Höllister, tomo El Libro en una mano, y la vela apaguera en la otra. Y así disfrazado leo a los gritos, el cap.1 del Eclesiastes. “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta El viento tira hacia el sur, y rodea al norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo. Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo. Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol ¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido.  No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después” y gritando Las Lecturas paso revista a las grotescas tropasombras de polvo que marchan quebradas, ora alargadas, siempre siniestras a mi costado.
    
Watson será testigo, desde el fond d’cav etílico, que lo intenté todo, hasta La Palabra, y que disfónico, desgreñado, tiritando, ojeroso, maciloso y vacilante, ofrezco mi rendición incondicional. Abatido, sin voz, ni sagradas trompetas a silencio, pido que se materialicen nomás los generales venteantes y victoriosos con sus vanguardias de  fantasmas, y que vengan de una buena vez a quebrarme el sable de la fe y arrancarme las charreteras del doctorado que de todas maneras nunca lo terminé.

r/p 03 : 20 : 01   Mi cabeza está girando más rápido que el huracán. Ruego que el eje de la tierra se incline y produzca  geosinclinal la madrugada. Por las dudas, voy a la cocina para prepararme algo caliente y cafeínico, pero el fuerte olor a huevo podrido de la garrafa me indica que  el gas se ha terminado, de modo que tampoco podré tomar un mate, ni caliente infusión alguna parecida.

r/p 03 : 28 : 49.  El termómetro exterior indica a la luz de la linterna que hemos bajado  en 24 horas de 27 a 5 grados y descendiendo alerones abajo, no tiene sentido seguir peleando. Una caja entera de Lexotamil 1,5 mg aguarda mi farmacodependencia en la farmacia, pero como debe ser otra trampa perversa de los fantasmas espiones, improviso Cabezón una táctica en mi guerra contra el viento, recurriendo a la ginebrita escondida de miradas indiscretas que me obsequió el jefe petrolero “por las molestias” de la tarde anterior. Zafar de la enebrodependencia será más fácil que de la otra, y no tiene contraindicaciones. Buena estrategia esta Óper Disimule. Buen tipo el jefe de pozo. Perpicaz Holandesa, la ginebra. De le paí bá. Al tercer cuarto o quinto vasito tomado, con y sin hielitos, ya estoy mirando bizco hacia el interior de la botella de cerámica, buscando a la holandesa para que se saque el miriñaque y beba licenciosa conmigo.
Nones. Ha desaparecido y totalmente vestida en mi tracto digestorio, y desde allí sí,  ah malvada, ahí sí, se despoja de las sedas sensuales para seducir y luego violar a mi Hepato desprevenido.

La nuca me duele espantosamente. Presiento la profecía, que no estará escrita en el apocalipsis, y sin un verdadero médico a mano a quien consultar, sé que otra vez me va a pasar lo mismo, porque me veo en medio pedo malcaminando hacia el baño, que cada vez está más lejano, cada vez las paredes dan vueltas más rápido, y ni siquiera tengo tiempo de verificar si es la vela que se apaga, o soy yo quien le vomita encima. Por tercera vez en mi vida termino dándome vuelta como un guante, con una borrachera miserable, pero misericordiosa. Una voz de sarcófago parece decir: tengo un pedo terrible, tengo el hígado fundido, por lo tanto soy un médico choto.

Lo último que conscientemente registro es que alguien grita un desafórico ¡viva pedón mied -da!. (¿?)

( Si sobrevivo a esta última borrachera, tal vez siga ejerciendo de médico aquí o en alguna parte, reflexiono entre dislocadas arcadas biliosas. Pero sea donde fuese, si corre viento zonda y en una mano sostengo el Lexotamil Fórceps y con la otra palpo genital una Erber Lucas Bols Genever, y en el medio le burbujeo beajuloais, mi próximo autodiagnóstico será el de alcohólico dicroico, porque “leté será muá, me le Gran Pedé también*”. Y aunque ya no habrá caba comprensiva que me inyecte una buscapina intramuscular, ni tampoco existen inyecciones sanapédicos alcóholicos, alguien tendría que inventarlas.)
(N. del T. *Frase atribuida a Gabriello Lucas Fallopio, inventor de la falopa de enebro, olvidándose las específicas recomendaciones de no cruzar bromozepán con alcohol)